Desde que nacemos estamos enfrentándonos a procesos de duelo. Perdemos la seguridad que brinda el útero materno, más tarde perdemos la lactancia, a nuestros abuelos, nuestra infancia y adolescencia, amistades, parejas, trabajos, padres… Y generalmente no hacemos una sana despedida de todas esas personas y cosas que han ocupado un lugar tan importante en nuestras vidas. Como consecuencia de ello somatizamos o vivimos con miedo a establecer nuevos vínculos o con una tristeza que, aunque va mitigándose, nunca desaparece del todo.

Vivimos en un contexto sociocultural que, lamentablemente, no facilita el respeto a los tiempos y a las necesidades que afloran ante las grandes pérdidas a las que todos habremos de enfrentarnos a lo largo de nuestras vidas. No hay espacio para el luto y hasta los velatorios son reducidos al mínimo tiempo posible cometiendo el bienintencionado error de tratar de evitar el dolor inevitable. Como consecuencia de ello, de tener que seguir con nuestras vidas hacia adelante como si nada hubiese pasado, aumenta preocupantemente el número de personas farmacologizadas con ansiolíticos y antidepresivos que lejos de cumplir una función amortiguadora y temporal para los casos de verdadera necesidad se están convirtiendo en eternos compañeros de viaje de todo aquel que manifieste coherentemente su tristeza. Las situaciones de estrés y dolor emocional requieren de una atención que está siendo comúnmente soslayada, entre otras cosas, por el miedo que tenemos a ser rechazados por no ser una alegre compañía o por estar bajo la influencia de la machista idea de que mostrarnos sensibles y vulnerables nos denigrará como personas.

El doctor William H. Frey estudió la composición química de las lágrimas y descubrió que, cuando éstas se producen como consecuencia de un estado emocional, contienen hormonas del estrés como la prolactina, entre otras. La función de estas hormonas consiste en facilitar al organismo la elaboración de situaciones amenazantes haciéndolo más eficaz en la utilización de los recursos personales. Afortunadamente nuestro organismo cuenta con mecanismos para, una vez finalizada la situación amenazante, expulsar de nuestro cuerpo esas hormonas a través de las lágrimas ya que, si son mantenidas una vez cumplida su función, acaban resultando tóxicas para el organismo. El llanto, lejos de tener efectos secundarios adversos, tiene un efecto sedante y antidepresivo, reduce la presión sanguínea y la tensión muscular.  Lamentablemente con nuestros miedos y prejuicios podemos estar entorpeciendo la sabia autorregulación de nuestro organismo sin que seamos siquiera conscientes de ello, y esto es especialmente preocupante en esos procesos de duelo que implican una experiencia emocionalmente devastadora y que requieren por tanto una especial atención a  las necesidades organísmicas del doliente.

Un duelo no es una enfermedad (aunque pueda acabar provocando enfermedades si no se elabora adecuadamente), es un proceso natural como lo es un embarazo o un parto. La vida y la muerte forman parte de un mismo proceso natural, y durante ambas experiencias pueden aparecer complicaciones. En nuestra mano está cómo nos dejemos asesorar y acompañar para afrontarlas.

Fernando Alcina López